miércoles, 31 de agosto de 2011

Isaías Antileo Caniupan, ñi laku



Por Enrique Antileo


Hace pocos días murió el último de mis abuelos. Su cuerpo partió, llevado por el alcohol, las enfermedades y el cansancio. De algún modo tengo una deuda con él, donde se entrecruzan sentimientos, conversaciones frustradas, preguntas que no hice, historias que no escuché. Es al mismo tiempo una deuda con los anonimatos de cientos de migrantes mapuche que hicieron y hacen su vida en el lejano Santiago, cuyo paso por la historia no es de una élite dirigencial ni guerrera, sino un andar encubierto e invisibilizado por los grandes relatos que solemos construir. Lo que escribo ahora en ningún caso salda esa deuda ni lo pretende, es tan sólo un poco de memoria.





Mi abuelo no fue para nada un kimche, ni un weichafe, ni autoridad tradicional, ni dirigente, ni vocero. Tal vez no fuese tampoco un ejemplo digno de idealizar ni es mi propósito recordarlo así. Fue un hombre, como muchos otros, nacido al sur del Bío Bío, hijo de Juan Antileo Epullan y María Caniupan Yevilao, que llegó a Santiago en los sesenta con sus pequeños hijos a cuestas. Del campo pasó al carbón de Lota. De minero llegó a la hoy ultra estigmatizada población La Legua en la capital. Allí se instaló la familia de mi padre y hasta el día de hoy esa misma casa, la misma donde lo velaron y despidieron, sigue siendo el punto de unión de muchos tíos, tías, primos, nietas y nietos, etc.


Mi abuelo trabajó toda su vida, hasta pocos meses antes de morir. Jardinero de oficio, hermoseó las plantas de familias ricas, que con certeza no deben tener la más mínima idea de que el viejito se fue. Se acostumbró a ese ritmo, al de vivir para trabajar y pasar las penas con los cientos de cajas de vinos que se habrá empinado en vida, porque el alcoholismo fue algo que lo caracterizó hasta sólo unos días antes de su letargo. Yo por lo menos - y creo que todos sus hijos y gran parte de sus nietos- tengo memoria de verlo con esas cañitas de vino desde muy chico.


Mi abuelo siempre renegó de su pasado sureño. Lo mapuche fue un tema que se evitaba. Como era de mañoso el viejito costaba conversar con él esos asuntos. Yo supe más cosas de su juventud viajando a sur a ver a sus hermanos o escuchando a mis tíos. Para mí siempre fue un misterio todo lo que vivió. Recolectando fragmentos, puedo sacar cuentas de que fueron bastantes penurias, sobre todo materiales. También sospecho que creció en él, fruto de discriminaciones y malas experiencias, un olvido consciente sobre su origen, un manto que cubriese todo vestigio de una carga dolorosa. Probablemente, por razones similares, también rehuía de cualquier cosa que pudiese albergar un conflicto, por eso no le gustaba la política y siempre sacaba aquella típica frase para sus nietos más activos: “no te metai en weas”. Quizás sabía los riesgos y los daños que son capaces de propinar quienes tienen el poder.


Mi abuelo murió y sin duda no pasará a los libros que narran la historia de nuestro pueblo, porque ahí se escribe una sola historia, un discurso a estas alturas casi memorizado, un relato monolítico. Nadie o muy pocos se preocupan de las historias dispersas que se tejen en Santiago o que se construyen en la cotidianidad y diversidad de nuestra sociedad actual. Ni a esencialistas, místicos o nacionalistas duros les interesa demasiado situarse en las contradicciones y experiencias que nos ha dejado la migración y los desplazamientos de nuestra gente. No murió una de esas tantas categorías que usamos para resaltar a las personas y sus bondades políticas o culturales. Murió un hombre lleno de contradicciones, como todos nosotros, que nos quiso a su modo, que quisimos al nuestro.


Enrique Antileo

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